Carta desde la cárcel
El famoso escritor Eugenio González Baldón entrega una
carta a su secretario Juan Antonio para que a su vez la envíe a los medios de
comunicación.
Este es su texto:
Queridos
lectores:
Escribir es
moldear un sueño, es invertir tiempo en un papel en blanco; es hipotecar una
vida a la esperanza; es vestir personajes con mi bagaje personal y desnudarme
al mismo tiempo en el escenario de mi propia novela. Puedo llorar o reír,
emocionarme o lamer las heridas del ego; no importa lo que diga ni cómo lo
haga: lo esencial es darlo todo hasta quedarme sin fuerzas en cada capítulo,
hasta rendir mi alma al demonio de la literatura.
Llevo veinte años en este
oficio y he rejuvenecido: ¡soy el resultado de un puro milagro! Jamás he
considerado importante que mis lectores sean cientos o miles. Para mí, lo
fundamental es nacer, morir y revivir cual ave fénix al terminar mi propia obra.
Mi afición es puro goce y
el esfuerzo es mínimo si consideran que escribir me regala grandes
satisfacciones y beneficios. Puedo vivir de ello y soy un hombre afortunado
cuando siento brotar las historias desde el vientre de la imaginación, cuando
mi mente, fantaseando, vuela entre duendes fantásticos. No necesito viajar, me
basta sentarme al escritorio y deleitarme; no necesito drogas, vicios o bebidas
para divertirme: me basta tener un libro en la habitación que me cohabita.
Hoy voy a comenzar a
relataros algunas anécdotas de mi juventud literaria: os lo merecéis, sois mis
lectores, lo único que me queda, mi única y apreciada familia.
Estaba viviendo mis peores años cuando emprendí
este viaje a los 19. Solía beber todos y cada uno de aquellos días. En
realidad, subsistía y cuando utilizaba mi estilográfica, casi siempre después
de comer, aún tenía el vaso lleno de vino barato. Mi padre me lo reprochaba,
pero me las arreglaba para seguir bebiendo. Aún lo recuerdo: era un lambrusco
italiano no muy refinado. No podíamos permitirnos más: su dulce sabor
compensaba nuestra pobreza; su calidad, propia de un vino de garrafón, era la
desolación de una rutina indeleble. Bebía y seguía bebiendo: el vicio me
carcomía las entrañas, anestesiaba mi cerebro hasta la llegada de Morfeo que me
poseía con sus agallas metálicas.
Hubo tardes que,
afortunadamente, mis neuronas daban señales de vida para permitirme escribir:
solía revivir el estado hipnótico de un médium y extendía en el papel mis
textos sin ni siquiera pensar, encandilado por una historia que me dominaba.
Tanto es así que una noche tuve que enfrentarme a unos pulpos gigantes y a su
tinta negra: el día siguiente mis estilográficas estaban vacías…
Quizá el alcohol me ayudó a
trabajar sin frenos emocionales, pero mucha de mi suerte se la debo al azar.
¡Mi destino fue piadoso conmigo! ¡Ay... el destino! ¿Dónde estaría yo si no
fuera por Jaime? Jaime Hidalgo Ródenas era mi mejor amigo… Afortunadamente
nuestras rutinas se enredaron: ahora sé que somos la suma de las preocupaciones
de los que nos aman. Todo, absolutamente todo, se lo debo a él, y también estoy
en deuda con él por un taller de escritura creativa que me regaló. Ahora sé que
fue una pequeña gran inversión, antaño llegué a discutir con él por ello. Yo,
tonto de mí, era un bohemio tambaleando por las calles, era un hombrecillo que
pretendía gastar una fortuna persiguiendo quimeras y él, mi salvación personificada,
me demostró que lo mejor era invertir en la esperanza. ─Confío mucho en ti ─me
repetía, una y otra vez. Insistía con ánimo y con fervor: ─algún día te
convertirás en un escritor famoso ─coreaba y yo ninguneándole. Un día, tras sus
insistencias le pegué una paliza… aún sufro las consecuencias de aquella acción
y el fardo de la culpabilidad, pero sobre todo lamento su pérdida...
Después de aquello, acepté
el hecho de presenciar las lecciones del curso porque quería tanto las letras
como la bebida. Mi profesor se llamaba José Antonio Contreras García, un
madrileño de mediana edad adicto a las bibliotecas y a las patatas fritas.
Siempre me llamaba la atención su americana ajustada (nunca podía cerrarla), su
aspecto rechoncho y esas manos grasientas que lo manchaban todo. Tenía unos
dedos regordetes y unas uñas tan sucias que me daban repelús; sus cabellos
aceitosos aniquilaban mi voluntad de conocerle más a fondo y su aspecto general
avivaba la distancia. Me daba mucha pena y a la vez notaba algún reflejo suyo
en mí. Yo borracho de vida, él dueño de su soledad. Siempre me pareció que
necesitaba una pareja, una persona que cuidara de él (de hecho, todos tenemos
necesidades físicas y emocionales, el truco está en encontrar a la persona
correcta que las satisfaga). Pero nunca le vi con una mujer. Nunca descubrí si
era gay. Lo cierto es que llegaron a mis oídos muchas habladurías,
conversaciones de pasillo, seguramente cizañas… Él era muy bueno, incapaz de
luchar contra esas voces malévolas que envilecían aún más su aspecto. Además,
no parecía importarle mucho que algunos niñatos le llamaran maricón. A los ocho
años había perdido sus padres en un accidente de tráfico y desde entonces vivía
con su tío, un abogado que, según decían, cuidaba demasiado de él: en el barrio
se cuchicheaba que cada tarde le llamaba para jugar a caballito, para que se
sentara encima de él, para que se moviera de cierta forma… ¡a saber si era
cierto lo que insinuaban! Lo único que puedo deciros es que algunas tardes
llegaba lloriqueando antes de meterse en clase y en otras ocasiones llegaba
enfadado, enrabietado contra el mundo. Quizá recordaba a su tío.
En uno de esos momentos de
rabia decidió ponernos a prueba: ─Guarden todo y saquen una hoja en blanco.
Primera hilera: tema uno. Sí, no se asombren ─nos dijo un miércoles frío y
lluvioso. Fue una prueba relámpago y no estuve a la altura. Aún no conocía del
todo la magia de la creación, aún tenía deudas con el alcohol. Tuve que crear
un personaje extraño y ajeno a mí, tratar el tema de la homosexualidad,
desmenuzar muchos de los tabúes de aquella época. No fue fácil, pero analizar
mi nuevo protagonista me ayudó a entenderle, a apreciarle. Mi personaje se
llamaba Antonio; me inspiré en la vida de mi profesor, José Antonio, o lo que
buenamente conocía de ella. Le imaginaba trabajar como drag Queen en un local
del barrio de Chueca, en Madrid, para mejorar su economía de profesor mal
pagado. Imaginaba cómo se ponía la peluca y el maquillaje antes de salir al
escenario, y cómo se enfrentaba a su destino cruel con su vestido rojo pasión.
Durante las clases, era tanta la analogía entre los dos que la habitación en
penumbras parecía salpicada de rojo: tal vez mis ojos ya no distinguían entre
realidad y ficción.
Empecé a forjar mi héroe de
arcilla y ese hombre, su alter ego real, empezó a caerme bien. Era un luchador
y estaba orgulloso de él, vi valentía en su actitud, fortaleza en su calma
aparente, seguridad en su ropaje; comencé a comprender que las personas pueden
agonizar gracias a los prejuicios y le vi luchar contra esos fantasmas, los de
una película llena de falsos tabúes que muchos de mis coetáneos reproducían en
sus propias cabezas.
Nuestra realidad no es muy
distante de las historias que inventamos.
Antonio era padre de dos
niños maravillosos, era el marido perfecto para cualquier mujer. Cocinaba,
lavaba, planchaba y siempre sabía cuáles eran las necesidades de su familia.
Pero tenía una doble vida y unas cizañas malévolas que le perseguían. Había
aprendido con los años el arte del camuflaje: sabía esconder perfectamente sus
locuras y manías, evitar miradas curiosas y orquestar la mentira más ingeniosa
para balancearse con habilidad entre sus dos vidas. Bajo la misma piel había un
padre cariñoso y un marido atento, un amante desmedido y un vicioso degenerado.
Día tras día forjaba su
figura y sus características cambiaron la visión de mi propia vida. Dos meses
después, Antonio estaba listo para salir de la incubadora, para ser real en el
mundo virtual de la literatura. Podía observarle con ojos más dulces, su
creación me regaló sabiduría y el mundo a mi alrededor mejoró: notaba más paz,
más respeto y dialogo, dejé de beber. La actitud en clase y sobre todo el
aspecto de Juan Antonio también mejoraron sensiblemente: empezó a llegar a las
tertulias limpio y aseado; su perfil era más esbelto, se le veía más feliz. No
era consciente de lo que ocurría. Quizá era culpa de una chica, quizá de una
nueva ilusión. Deduje que estaba viviendo un momento dulce, que tenía más vida
social y que salía más (su palidez había desaparecido, sonreía más). Fue así
como sus clases empezaron a tener más éxito. Se generó más expectativa, hubo
más entusiasmo y participación, las ausencias se redujeron, la calidad de los
textos mejoró sensiblemente. Un mes después, mi compañero Roberto, argentino de
la pampa, le pidió: —¿Profe, me dice su celular? Estamos haciendo un grupo de
WhatsApp y lo queremos incluir. El cambio físico y emocional de Juan Antonio
llegó a su cénit: su luz resplandecía cuando le invitaron a un evento literario.
El lugar era bastante
agradable, aunque a la hora convenida empezó a llenarse demasiado. Se escuchaba
una música cada vez más sutil, demasiado almibarada para mi gusto y el bullicio
de voces sin dueño se estaba haciendo insoportable. Poco después, durante la
tertulia, me sentí ninguneado: mi voz se vio enfrentada de continuo con
opiniones discordantes, tal vez hubo conflicto entre celos inconfesables.
Terminé yéndome: abandoné el acto enfadado y molesto. El problema no fue estar
de acuerdo en esto o aquello: el problema era que todos querían capturar la
atención del profesor. ¡No! No lo podía creer… y tampoco lo podía aceptar. Tuve
que enfrentarme al espejo de las emociones: tenía celos, no quería tanto éxito
para él, le quería solo para mí…
Durante los días siguientes
volvieron la soledad y lo gris: regresaron las clases sosas y aburridas de
siempre y cayó en picado el número de mis compañeros de clase: en un mes la
mitad de ellos abandonó el curso y otros diez cayeron enfermos, o eso me dijeron.
No supe nada más de todos ellos. Quedaba mi querido profesor. Él seguía en su
puesto, aunque todavía le quedaba poco: estaba agrietándose como un coloso de
arcilla, como un hombre de arena…
Juan Antonio
tenía que morir… tenía que olvidarle.
Mi vida es un
libro, dentro de sus páginas me siento cómodo, su mundo fantástico es para mí
la vida: Juan Antonio y yo éramos protagonistas, dos caras de una misma moneda
hasta que el último lector cerró nuestro libro.
Un saludo cordial,
Eugenio
Mondragón,
29 de noviembre 2016
Nota aclaratoria:
1.
Juan Antonio, el médico de guardia del
manicomio de Mondragón, al recibir la carta de Eugenio, la tiró de inmediato en
un contenedor de basura…
2.
Desde los veinte años Eugenio sufre de
una depresión severa y de un estado psicótico grave: Jaime, su psiquiatra,
murió por sus manos desgraciadas y Antonio, su visión más lograda, es la
personificación de un sueño castrado.
3. La
única verdad: su total y absoluta soledad; la única realidad de este cuento es
que nunca ha existido.